Rebeca Marín
Al final, los economistas sí servían para algo, en la gestión de la crisis provocada por el Covid-19, la política monetaria y fiscal de Europa y Estados Unidos está logrando lo que no lograron las autoridades sanitarias de casi ningún Gobierno: tomar la iniciativa para estar siempre un paso por delante del virus, minimizando el daño económico y evitando el contagio a las finanzas, la sangre del sistema. Eso no quiere decir, por supuesto, que la crisis no esté teniendo costes terribles.
El pasado jueves, el Gobierno español publicó las estadísticas laborales más sombrías en años, con récord en el incremento del número de parados (302.000 personas) y una caída histórica de las afiliaciones totales a la Seguridad Social: entre el 11 y 31 de marzo, se redujeron 898,822 empleos.
Pero podía haber sido aún peor. Sin los programas fiscales que en los principales países se han puesto en marcha para mantener ingresos, subsidiar gastos fijos, prorrogar impuestos, dar avales y conceder créditos, las quiebras en las cadenas de pagos y las cascadas de bancarrotas habrían transformado muy pronto la crisis de liquidez en una de solvencia.
Y si esos programas fiscales no hubieran tenido detrás a los bancos centrales haciendo compras masivas de bonos en los mercados secundarios, la crisis habría sido también de deuda soberana.
Como dice Anatole Kaletsky, de la consultora británica Gavekal, "la respuesta económica de las últimas semanas ha sido mucho más ambiciosa y enérgica de lo que nadie había previsto".
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